Brad Mehldau, Joe Martin y Jorge Rossy en la sala bbk

Meldhau

Vaya por delante que el jazz es el género musical que más me llena. Quizás por su carácter de aleph, demiurgo y compilador de universos dentro de universos, una suerte de cajón de sastre donde dan cabida desde el primigenio ragtime (Scott Joplin) al be bop (Parker, Gillespie), o el swing «satchmoniano«, desde ése nacimiento del cool al experimentalismo con Ornette Coleman, Miles Davis o John Coltrane como máximos exponentes. Universos que degluten otros universos, un punto fijo por donde pasa todo. Borges, de manera trasversal lo definió, Cortázar lo disfruto y rindió mil y un homenajes. Y desde entonces muchos músicos, y no solo de jazz, se han valido de su libertad para liberarse a su vez de sus propias cadenas. Es muy difícil definir el jazz sin meterse en un lío, sin naufragar en derivas de poética vacía. El jazz no se puede leer, se debe escuchar y, sobretodo, ver. Ver a los músicos tocando. ¿por qué los músicos de jazz se ríen y no dejan de mirarse unos a otros mientras tocan? Porque son conscientes de la buena música que hacen. Así empecé un relato hace varios años. Y sigo sin poder explicarlo mejor. Y es que ver un concierto de jazz es algo que no tiene nada que ver con cualquier otro concierto. Yo así lo siento al menos.

La pasada noche pude al fín ver en directo a Brad Mehldau, un joven que ha irrumpido en la escena jazzística con fuerza a base de su acercamiento, y reinterpretación, de algunos de los temas clave de la, nueva, cultura popular. Pululan por la red sus impresionantes versiones, en clave de jazz por supuesto, de temas de Björk, Radiohead, The Verve o Nirvana entre otros, temas que suele interpretar cuando se sube solo al escenario con su «steinway & sons». Pero ésta vez se trajo a Joe Martin al contrabajo y a Jorge Rossy a la bateria.

Otra de las cosas que me gustan del jazz es que los grandes nombres no suelen ser estrellas, no hacen grandes apariciones en escena, al contrario, los tres músicos salieron tranquilos, hablando entre ellos, como si saliesen de un bar de tomar unos potes, normalizando lo que iban a hacer, y creédme, no era normal lo que iban a hacer. Mehldau parecía cohibido, casi nervioso, un tipo normal de esos que vamos por la calle. Pero claro, no es normal, sino un virtuoso del piano que ejecuta un jazz elegante, nocturno (el jazz siempre es nocturno) con una sencillez que deja con la boca abierta.

El concierto era para celebrar el vigésimo aniversario de la Bilbaína Jazz Club, un oasis en la capital lleno de personas que trabajan por amor al jazz, un club que conocen más fuera de nuestras fronteras que aquí mismo, por eso Mehldau dejó un poco de lado esos cantos populares y se acordó para las versiones de Sidney Bechet, Sonny Rollins o Charlie Parker, además de intercalar temas propios hasta llegar a los ocho que tocó en las casi dos horas, lo que hace una media de quince minutos por tema, algo que supongo que espantará a la mayoría. No fue así entre los asistentes que, entregados, querían/queríamos más y más.

Y sí, tanto Mehldau, como Martin como Rossy sonreían mientras tocaban, y era porque eran conscientes de la buena música que estaban tocando, y se lo estaban pasando genial.

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