La noche era propicia. HabÃan estado tomando unos vinos y unos pinchos por Ledesma, el frÃo recorrÃa las calles, triunfante en su momento de gloria. A pesar de ser dÃa laboral la gente se negaba a quedarse en sus casas rumiando el desastre social. Las primeras luces navideñas alumbraban, con su eterno halo de triste alegrÃa, de esperanza escéptica, y los comercios, poco a poco, iban cerrando. No asà el teatro, siquiera era su momento, un momento especial.
Una vez dentro, guarecidos de un temporal desapacible, era obvio que aquel no era el evento del año, en cuanto a aforo al menos. Una especie de fiesta exclusiva se fue forjando, unas miradas tÃmidas, unas frases de cortesÃa, antes de la salida de los artistas. Porque lo de aquella noche se trataba de artistas, no de meros ejecutores de notas musicales en pos de reconocimiento económico. Se apagaron las luces.
Y salieron, el uno de acá, pulsador de teclas al viento, modulando estertores y exhalando notas, el otro de allá, pulsador de teclas con cuerdas, dibujando caribes y costas. El uno, de acá, con su acordeón diatónico (trikitixa lo llaman los que saben) captando el aire de unas notas que se extienden entre el patio de butacas, recordando las romerÃas de los pueblos, el otro, de allá, con su piano de cola, acercando su Cuba natal a un Bilbao frÃo, lluvioso, también en crisis.
Presentaban su trabajo «Habana sessions», en un pequeño concierto de apenas hora y media, Ãntimo e intimista, en penumbras y preciosista. Puro néctar. Y allà estaban después de tomar unos vinos y unos pinchos por Ledesma.
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