Paco Ibáñez en el teatro Arriaga, 13 de enero de 2013

Es muy fácil despachar a Paco Ibáñez diciendo que es un viejo refunfuñón, austero y enclavado en una época pretérita de puños en alto, poemas leídos en campus y voces clamando libertad ante opresores, ya vistan de gris o de azul. Muy fácil, al igual que torcer el gesto en muda ironía (esa que nos rodea) ante sus contínuos comentarios antiyanquis. Es fácil tachar de senil el pensamiento que no nada a favor, que no acepta premios y no piensa cambiar.

Es muy difícil olvidar la primera vez que se escucha el doble directo en el Olympia, aquel lejano concierto de 1969 que se convirtió en icono imperecedero de resistencia, de aquellas ante el Franquismo, con todos aquellos poemas musicados por una de las personalidades más inquebrantables, censuradas e importantes de nuestro país que le echó a Francia.

Es muy fácil que la piel se pusiese de gallina escuchando esa voz solitaria, acompañada por una guitarra y un sin fin de estudiantes coreando y aplaudiendo casi cada verso. Fácil sentir simpatía por un tipo corriente que no buscaba fans, ni portadas en revistas ni periódicos, que luchaba contra la adversidad utilizando la voz y la palabra, máxime si ésta era de las firmas más ilustres y lúcidas.

Es muy difícil ver en directo a Paco Ibáñez, al menos en nuestro país, ya que su calendario se escribe sobretodo en francés, convirtiendo cada cita en un lujo para los sentidos, como el de anoche en el teatro Arriaga, con un casi lleno completo, donde eran bastantes más las canas que los piercings (que alguno hubo). Muy difícil es el carácter de Paco que, nada más empezar, mandó callar a alguien que hablaba entre bambalinas, porque le molestaban. Difícil y meticuloso (estuvo inquieto hasta que el micro no sonó como él quería hasta el punto de cortar una canción a la mitad).

Es muy fácil aplaudir una propuesta tan austera y lejana de los ruidos y furias de este siglo, donde la voz, la guitarra y alguna colaboración puntual (Mario Mas a la guitarra y voz, Gorka Benítez al saxo, Cesar Strochio al bandoneón y Joxean Goikoetxea al acordeón) toman la palabra convirtiéndose en poesía arrojable, necesaria como el pan de cada día, que dijera Gabriel Celaya. Y lo hicieron a lo largo de más de dos horas y media, en una suerte de rito emocionante y netamente cultural.

Es muy difícil que su nuevo disco Canta a los poetas latinoamericanos venda muchos ejemplares, aunque anoche la gente se agolpaba en el puestecito en el hall del teatro. Muy difícil que se escuche en las radios, en Spotify y que aparezca en las listas de los mejores discos del año. No hará ruido, no será mítico como la grabación en el Olympia, y posiblemente el Mundo no se acabe por ello. En cambio, esa media hora raspada de disco, en la que la voz anciana, ruda, acompañada de respiración fuerte ante un micro desnudo de efectos, con arreglos musicales casi minimalistas e invisibles, existe porque un viejo refunfuñón y quizás anclado en otra época lo ha hecho posible, desde su posición de ataque. Siempre enfrente.


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