Hace unos años cerré mi antiguo blog de cine que tantos buenos momentos me habÃa hecho pasar (entrevistas, pases a unos cuantos festis de cortos y pelis, incluso me editaron un libro con una selección de textos). Pero soy de los que piensan que las cosas deben tener ciclos y que hay que cerrarlos sin mirar atrás. El tema es que llegó un momento en que veÃa las pelÃculas de manera mecánica, pensando mientras las visionaba en qué decir después. Y llegué a no disfrutar. Pues fue cerrar dicho blog y mano de santo, empecé de nuevo a gozar de las pelÃculas, sin la obligación de tener que resaltar la estética, el guión, sus inflexiones y demás. Es cierto que sigo, de alguna manera, expresando mis pareceres a cada film que me acerco, pero de otra manera, y no niego que, en ocasiones, hecho de menos aquel blog sincero y romántico, prueba es que en la furgoneta hemos creado una etiqueta con su nombre.
Hace mucho que no hablo de una pelÃcula en la furgoneta. A punto estuve cuando và la sobresaliente Kiseki de Hirokazu Kore-Eda, pero finalmente entre libros y conciertos no encontré el momento. En cambio fue ayer, en una de las pequeñas salas de mis queridos y entrañables Multis de Bilbao, donde tantas y tantas tardes he pasado viendo trabajos de Greenaway, de Angelopoulos, de Lynch, de Kiarostami… Una de esas salas que se atreven con un cine a contracorriente. Como decÃa fue en una de esas salas en que volvà a sentir la magia y la necesidad de volver a escribir sobre cine.
La última pelÃcula de Jaime Rosales es el cuarto salto al vacÃo de su autor, comprometido con el cine como arte, no como mero producto comercial. De nuevo se trata de una pelÃcula donde una tragedia rompe la cotidianidad, pero utiliza un nuevo envoltorio. Si en Las horas del dÃa, la frialdad hanekiana golpeaba al espectador que asistÃa a los secos asesinatos de una persona normal, en La soledad la pantalla era dividida para alcanzar mayor enfoque emocional de una madre que acaba de perder a su hijo en un atentado terrorista y en Tiro en la cabeza, la cámara se alejaba literalmente de los personajes a los que no escuchábamos en todo el metraje, en Sueño y silencio la cercanÃa tanto de encuadre como de sonido, directÃsimo, casi sin tratar, como de una pelÃcula casera, rompiendo cualquier posible unidad sonora en cada cambio de plano, es la base de todo el film.
Un matrimonio ve como se desmembranan sus dÃas cuando, en un viaje, en un accidente, muere una de sus hijas. El accidente queda off the record en una elipsis maravillosa, en un plano subjetivo desde el coche, sin sonido y al lÃmite del plano, llegándose a ver el propio carrete. Rodado en un blanco y negro con grano, el film basa sus escenas en conversaciones medio improvisadas, creando un realismo marca de la casa, pareciendo más un documental que una obra de ficción. De hecho Rosales ha comentado en más de una ocasión que no le gusta trabajar con actores conocidos para que no reste credibilidad a la historia.
Cine muy arriesgado, que ahuyentará a una mayorÃa y que fascinará a los cinéfilos y amantes del cine diferente en general. Quizás la pelÃcula más Bresson de Rosales, donde la importancia entre lo que se ve y lo que queda fuera de plano está resuelta con un trabajo del sonido sobresaliente. La historia resulta terrible y, quizás, un poco deprimente (toda la obra de Rosales lo es de alguna manera), pero personalmente me alegra tener noticias suyas y descubrir que es una de las firmas más insobornables de nuestro cine.
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