Yo estaba nervioso. Me habÃan asegurado que en aquel bar, en la parte de atrás, se vendÃa alcohol, incluso se hablaba en euskera. Aquello era ilegal por aquellos dÃas, pero la depresión podÃa con todos nosotros. La fábrica Ãba a cerrar y los niños tenÃan hambre. Mucha hambre. Y encima un senador habÃa decretado ilegal el consumo de cualquier licor. ParecÃa que todo se conjuraba para teñir de negro opaco unos dÃas, ya de por sÃ, oscuros. Yo seguà a éstos hasta el café teatro, nos cruzamos por el camino con más de un guardia que parecÃa ajeno a nuestros propósitos, o quizás es que estaba bien pagado por parecer ajeno. Una vez allÃ, Jim Garry le dijo algo al de la puerta, una suerte de santo y seña que no logré escuchar. El caso es que nos dejaron entrar a todos. Nadie sonreÃa, no habÃa por qué.
Una vez dentro todo parecÃa tranquilo, otro salón de té más. Gente de alta alcurnia parecÃa dispuesta a diseccionar la nueva noticia proveniente de la radio. Todos parecÃan hablar de la crisis, de la Depresión, tomando infusiones, como si con eso les bastase. «Tranquilo Prewitt» me comentó Cavaliere «que no es aquÃ, ¿ves aquella puerta?» Claro que la veÃa, todos parecÃan verla. Supuse que otro santo y seña, quizás más exclusivo, harÃa que puideses franquear dicho postigo. Y aquà entró en acción Grushecky, que tras esas gafitas de intelectual de izquierdas escondÃa un alma de esponja. Se adelantó unos pasos y le dijo algo al oÃdo al otro portero. Y la puerta se abrió. Vimos a varios de aquellos de alta alcurnia queriendo asomarse, divisar, aunque de lejos, aquel paraÃso que se nos abrÃa. Mi corazón latÃa con una fuerza que me llegó a asustar.
Nada más entrar và un cartel donde ya no ponÃa «Café Teatro» sino «Kafe Antzokia«, con lo cual, el tema del idioma era cierto, y acto seguido và a un camarero servir whisky a tres hombres de frac. «Â¿Lo veis?» Exclamó orgulloso, sin poder evitar un temblor de alegrÃa en la voz Jim Garry. Al fondo empezó a tocar una banda. Se llamaban Royal Crown Revue, y su frontmen, Eddie Nichols, parecÃa empeñado en hacernos olvidar nuestra vida de mierda durante un rato. Gritaba, saltaba, hacÃa el tonto, pero sobretodo cantaba, con ese swing y esa elegancia que solo te la da el haber crecido en el barrio más lumpen de la ciudad. Conocer el código de los rateros de esquina es primordial para saber degustar un buen cocktail y colocarse la pajarita como nadie. Y el amigo Nichols debió ganar a los dados muchas veces en los callejones más lúgubres.
Unas luces bajas sabÃan sacar partido a los saxos, la trompeta, guitarra, contrabajo y baterÃa. El alcohol calentaba nuestras venas y el contagioso sonido de la banda hizo que nos moviésemos a su ritmo, a veces fenético, a veces pausado, siempre elegante. Pero de pronto salió ella, una diosa que habÃa decidido bajar aquella misma noche en aquel mismo lugar de su limbo ahora a oscuras sin ella. Jennifer Keith, una mujer que dota a la palabra elegancia de otra dimensión, una voz, una manera de moverse que nos hizo acólitos de su causa al instante. Casi se puede decir que nos hizo olvidar el alcohol, que a fin de cuentas era a lo que habÃamos ido. Una sola palabra de ella y nos hubiésemos olvidado también de nuestra familia,tal era su embrujo. Y la noche pasaba y el swing nos envolvÃa, ajenos al ruido que se estaba generando en el saloncito de té, al otro lado de la puerta. Ruido de redada, algún chivatazo. En pocos segundos derribaron también la puerta de nuestro limbo. Y poco más le puedo contar, señor comisario.
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